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CARDO BORRIQUERO

Los caminos certeros son mentira. De la ruta a la rutina no hay más que dos pasos y dos letras.

domingo, 25 de junio de 2017

Debido a los acontecimientos sufridos por nuestra bibliocabina, publico aquí con su permiso las Últimas voluntades de una cabina telefónica.


En pleno uso de mis facultades mentales, habiendo tenido una existencia prolongada y fructífera, plena de experiencias únicas siempre al servicio del pueblo llano que apoyado en mis repisas dio rienda suelta a sus comunicaciones más íntimas, he de proclamar que
víctima del progreso tecnológico desmedido he ido lentamente siendo relegada al anonimato y abandono, sin más protección de las inclemencias de la meteorología que una mínima techumbre de aluminio y la esporádica caricia de los operarios de limpieza, quienes a espátula y estropajo me sacaban pegatinas y pintadas para regocijo de mi piel reseca.
Al borde del precipicio de la soledad, cuando todo había dado por perdido, un renacer inaudito se extendió por lo largo y ancho de mi ser: un grupo de jóvenes idealistas me tuvieron en consideración concediéndome el elevado privilegio de dar sustento en mi interior a los productos más dignos que el ser humano haya podido jamás confeccionar: libros.
Haber vuelto a sentir el roce de los dedos de los niños escarbando en mis entrañas en busca de unas palabras con que sostener su cotidianidad, poder nutrir sus ávidas ansias de conocimiento, ha sido para mi endeble figura y mi maltrecho porvenir, siempre a expensas de una innovadora aplicación informática que acabe por talar definitivamente mis pies envejecidos, un soplo de aire fresco.
No ha terminado la edad avanzada de aniquilar completamente mi entusiasmo y optimismo, de modo que cuando vi aproximarse aquellos uniformes -que más tarde supe venían a desmantelarme-, un latido recorrió cada uno de los cables que pueblan mis obturadas arterias de cobre y plástico. 'Otra iluminadora visita', pensé, 'será que se acercan a por algún ejemplar recién depositado en aras a ampliar sus habilidades y destrezas'.
No acertaba a explicarme el porqué de los destornilladores, palancas y ceños fruncidos. Según fueron descoyuntadas las piezas centrales de mi ser, senti un desgarro indescriptible. La única respuesta que logré configurar fue un sordo gemido inaudible. Mi rebeldía, resistir con todo mi óxido a que las tuercas fueran desenroscadas.
Pero ninguno de estos daños es comparable al que sentí al comprobar el trato vejatorio a los libros, que las horas compartidas habían convertido no ya en amigos íntimos sino en familiares consanguíneos acomodados en el sofá de mi regazo: estaban disfrutando de una segunda juventud hartos de estanterías polvorientas y cajones de escritorio. Fue este cruel exterminio lo que motivó, previendo mi cercano fallecimiento, que me dispusiera a dejar constancia por escrito del fatal suceso.
Antes de pasar definitivamente al olvido, de adentrarme en cualquier punto limpio, reino de lo inservible, he querido aferrarme a estas palabras y decir con todas las letras que un libro puede salvar una vida pues es un tronco al que agarrarnos cuando nos arrastra la riada.
No quisiera esta vieja cabina despedirse sin dar las gracias a los héroes de Playa Gata por haber insuflado en mis últimas horas la bocanada de esperanza, que debo confesar casi había perdido, para atreverme a soñar con un mundo mejor. Este es el legado que en herencia dejo a todo el que le quede un ápice de fuerzas para rescatar al ser humano del pozo de ignorancia y conformidad en que chapotea.
Con mi agradecimiento.
Una cabina pronta a despedirse pero que cayó con orgullo y grandeza. Quizá algún día un desconocido riegue con sus ojos estas frases y las hagan revivir: la lucha entonces habrá merecido la pena.

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